1.
La anciana está
asustada, teme el reencuentro con el espíritu de su esposo: da la impresión que
quiere ocultarse… porque eso hacen las personas, se la pasan escondiéndose la
mayor parte de su vida.
El ambiente es
asfixiante, no sólo por la falta de aire a consecuencia de las ventas cerradas
(y el olor a viejo, a rancio), sino porque “algo” pugna por convencerme de
salir de la casona (algo,
aprovechando mi hartazgo de lidiar con muertos), y si no fuera suficiente la
desesperación de la vieja no genera paciencia.
Mujeres…
2.
Cuántas como ella
se la pasan ocultándose desde niñas: primero de los padres represores, luego de
las grandes que abusan en la escuela, después de los novios que quieren
apropiarse su intimidad, más tarde de los profesores que buscan culpables de
sus traumas, posteriormente de las vecinas indiscretas y a continuación de sus
jefes para no entregar un trabajo: todas huyen de algo.
Pero pronto todo
cambia y lo que menos hacen es esconderse del hombre que les gusta: al
contrario, encuentran la manera de no ser invisibles ante él… y cuando obtienen
lo que buscaban (antes casi siempre casarse, porque en los tiempos que corren
las necesidades son más inmediatas), ya que llevan una argolla en el dedo se
ocultan de nuevo: de los demandantes hijos, de la suegra indiscreta, del esposo
opresor en cualquier tontería… o para pasar tiempo con el amante.
3.
¿Y los hombres?,
ja, los hombres son básicamente unos pendejos.
4.
Mientras oigo
(sin escuchar) los sucesos
paranormales que la centenaria mujer repite y la tienen aterrada, recorro
de nuevo con la mirada la sala y descubro que ya me aprendí sus detalles… de
las paredes: grietas, manchas, salitre, polvo… del mobiliario: cornisas,
sillones, alfombra, mesitas, cortinas.
El hastío acosa a
la impaciencia con la que me desperté esa mañana y descubro qué es lo que
enrarece el ambiente: el inmenso y antiguo reloj de madera que rompe el
silencio marcando obsesivo cada segundo. ¿Cómo es que la añeja moradora puede
existir con el recordatorio de que su vida ya fue contada, de que avanza hacia
el irremediable destino de enfrentarse a su marido?
En ese momento la
hija de la anciana (una mujer bien vestida y enjoyada, cuyo atuendo contrasta
con la decadencia de la casa, ya la que si tuviera que describir diría que ha
sido “maltratada por la vida”), regresa con el vaso con agua que me había
ofrecido minutos antes.
– disculpe – dice
sentándose frente a mí y manteniendo la soberbia con la que me recibió – entró
una llamada telefónica y ya sabe que los negocios son primero...
– no se preocupe
– la tranquilizo, en realidad la interrumpo: la perorata de su progenitora me
dejó aturdido.
– le contaré
sobre las cosas raras que suceden en la casa – intenta retomar la conversación.
– no se preocupe
– reitero antes de que me repita de lo que ya me enteré en su ausencia – mejor
contésteme: ¿cuándo murió su madre?
– en diciembre
del año pasado… se acerca su primer aniversario luctuoso – responde con un
mohín y agrega fingiendo pesar – ¿por qué lo pregunta?
– lo que usted
llama “cosas raras” en realidad son señales que el espíritu de su madre está
aquí.
– ¿cómo? – se
asusta.
– no se preocupe
– repito por tercera vez la frase, recordando el pendiente que esta petulante
tipa tiene conmigo desde hace un año y que al parecer a olvidado, mas contengo
mi tirria – es normal… la gente se aferra tanto a la vida que no se da cuenta
que ya murieron.
– pero… – su
sonrisa se convierte en un gesto de preocupación.
– tiene solución
– sigo para no tener que dar esa larga
explicación que estoy cansado de repetir cada que me buscan para sacar de una
casa el espíritu de un ser querido – es necesario darle luz al alma de su madre
para que siga su camino, pero…
– ¿pero…? – ahora
es ella la que me interrumpe, aterrada, así que aprovecho para beber el resto
del agua del vaso – ¿pero qué? – agrega.
– … hoy es 31 de
octubre, los antepasados ya andan cerca y el “Día de muertos”, junto con lo que
ustedes llaman “Semana Santa”, son días en que el mundo espiritual NO trabaja,
así que esperaremos nueve días para poder sacarla.
– ¿y mientras qué…?
– quiere preguntar, borrando de tajo su insolencia, mientras se lleva la mano
derecha al pecho buscando protegerse a saber de qué.
– … usted le
colocará una ofrenda en el altar de sus muertitos: le prepara su comida
favorita, le enciende una veladora y le pone inciensos de copal durante estos
dos días: ella vendrá
y estará con
ustedes estos días antes de irse para siempre.
– ¿así nada más?
– se asusta aún más – ¿corremos peligro mis hijos, mi esposo y yo por la
presencia del fantasma?
– era su mamá, ¿no?
– la cuestiono poniéndome de pie.
– sí, pero…
– ¿cómo va a
creer que quien le dio la vida les hará daño? – la regaño sutilmente, aunque
¿cuántas mamás en vida intentan, y consiguen, matar a sus hijos? – regreso en
nueve días para hacer las obras.
5.
Me despido sin
ofrecerle mi mano, salgo de la casa sin esperar a que me acompañe y al pasar a
lado de la anciana, esperándome en la puerta, la veo más pálida de la que puede
estar una muerta: ya me escuchó, ahora lo sabe… la ignoro.
Ya en mi auto,
lejos del obsesivo tic–tac del reloj, me arrepiento de no haberle dicho que su
padre también está con ellos, que él fue quien se llevó a su madre, no tanto
para evitarle sufrir por el cáncer, sino para seguirle jodiendo la vida en el
más allá, y que serán dos desencarnados a los que les daré camino.
Suelto una
risita: me reconforta saber que con un cuento de fantasmas es suficiente para
pasar un emocionante “Día de muertos”, conviviendo con
la vieja, y lo mejor: el espíritu del esposo se enojará porque no recibió
también atención especial y ya veremos la que arman los desencarnados.
– “Nunca escupas
al cielo”… sobre todo tratándose de mi – sentencio en voz alta, recordando de
nuevo la que me hizo la pedante mujer.