Por lo regular busco ser incluido en un par de antologías literarias al año sobre los temas que comúnmente se abordan en el blog Basurero de almas.
Es un placer compartir
con los amables lectores de este blog la reciente inclusión de su servidor en una
compilación de la prestigiada “Editorial Rubín”, concretamente en su sello “Luna
Roja”, dedicado a la ficción, terror, misterio, suspenso, slasher y demás subgéneros
relacionados con la literatura sobrenatural.
Comparto el gusto con
ustedes no solo con su organización, atención, respeto y calidad de sus publicaciones,
sino porque hasta la fecha ha sido una editorial que ofrece un trato respetuoso
a sus autores. No dudo que haya otras editoriales que ofrezcan la misma
calidad, pero por lo pronto, luego de tantos años de navegar en el medio
literario, “Editorial Rubín” me tiene complacido.
Luego de un largo proceso
de selección, en donde el principal requisito fue contar con los estándares de
calidad literarios que la editorial pide, su servidor fue elegido para
participar en la antología “Letras bajo la Luna roja”, con el texto “El hijo
del Curandero”.
Más allá de ser
seleccionado, “Editorial Rubín” conforma un proyecto democrático en donde pone
a consideración de los autores elegidos el título de la colección y la portada.
Una actitud participativa que no había encontrado antes. Sin embargo, si ello
no fuera suficiente, nos proporcionan todo el material visual que acompañan
esta entrada.
La antología “Letras
bajo la Luna roja” consta de dos volúmenes y el primero es donde tengo el honor
de ser incluido. Nada más que compartirles mi satisfacción esperando que los
futuros proyectos literarios planteados a “Editorial Rubín” fructifiquen.
para rocío y julio
1.
Son pocos los
servicios funerarios en la ciudad de México que cuentan con velatorios dentro
de cementerios. El Panteón Francés es uno de ellos, sitio ideal para buscar
experiencias entre tumbas, pues a cada visita me suceden anécdotas para contar,
como el texto “En el cementerio”, incluido en mi libro “Mi vida con los muertos”.
Iba a titular
esta entrada “Cosas que no se deben hacer en un velorio”, al ser testigo de
hasta dónde llega la pendejez de la gente en trances fúnebres, pero me pareció
más interesante compartir lo que viví caminado entre sepulcros, mientras los
dolientes fingían lamentar la muerte de una persona que, en vida, me consta,
fue de lo peor.
2.
Aburrido de
ver al espíritu contemplar su cadáver sin entender por qué estaba dentro de un
féretro, miré el reloj y era casi media noche. Salí de la capilla, caminé hacia
la entrada del velatorio y en el recibidor encontré a un primo político de mi
esposa platicando con dos mujeres. Nos llevamos bien, así que en alguna reunión
familiar en la que nos encontramos, nos saludamos gritándonos “¡primo!”
Había dejado
de llover. Volteé hacia la derecha y luego a la izquierda, tratando de saber
hacia dónde caminaría, lo que los desconcertó.
—¿Estás bien,
primo? — me preguntó.
—Sí, sólo
estoy decidiendo a dónde iré.
—¿De qué hablas?
—Ya me conoces
— dije y decidí por la izquierda.
—¿A dónde vas?
— gritó una de las mujeres, enfundada en un ajustado pantalón de piel y una escotada
blusa de seda, ambos de color negro.
—Daré un paseo
— respondí luego de recordar que era prima del primo.
—¡Estás loco! —
protestó la mujer — te puede pasar algo…
Levanté los
hombros y comencé el trayecto.
3.
Caminé unos
cinco minutos alejándome de la zona de capillas, luego pasé dos calzadas y
entré en la tercera, la cual me llamó la atención durante el primer recorrido
que hice al medio día y del que tomé una fotografía.
Avancé varios
metros, me detuve y comencé a tomar imágenes con mi celular mientras a mi lado
derecho oí algo parecido a una conversación entre mujeres. Supongo que se dieron cuenta que trataba de escucharlas, así que callaron. Durante
un par de minutos se impuso la quietud, como debe ser en un cementerio, hasta
que una desencarnada voz femenina advirtió:
—No uses destellos
para hacer tus retratos — refiriéndose al flash,
algo que no estaba empleando, más que nada para no llamar la atención del
personal de vigilancia.
—¡Déjanos en
paz! — exigió la otra.
“Retratos”, me
dije pensando que ya solo los ancianos usan esa palabra, así que con seguridad
las desencarnadas eran arcaicas. Reí y continué mi camino, pero metros adelante
me detuve, por curiosidad vi las primeras fotos y pese a que no había salido ninguna
luz, todo se veía iluminado. Vaya con los filtros de las cámaras.
Tomé otra foto,
guardé mi celular y quedé en medio de la oscuridad: algunas nubes tapaban el
cielo, ocultando de vez en cuando los rayos lunares. Avancé mientras el sosiego
de los sepulcros me absorbía. Detuve mis pasos y decidí que era el momento de
disfrutar la falsa paz para los vivos que solo los muertos la entienden: había
llegado la hora de poner atención a los ruidos que me rodeaban.
Son
placenteros los sonidos nocturnos en un cementerio, sobre todo porque no tan
fácil se adivina si los causan animales, insectos, el viento, desencarnados o entidades
que la mayoría de la gente no tiene idea cómo condicionan la vida de los
humanos y que entraron a nuestro plano dimensional por los portales que algún malicioso
dejó abierto para que en ellos entren y salgan a su gusto.
El llamado de
un muerto vino del lado derecho, un murmullo que no entendí, pero me convocaba.
Cogí mi teléfono, saqué otra foto sin flash, la revisé, pero los mausoleos se
veían de nuevo iluminados. Me interné en el corredor, pero apenas había dejado
atrás el árbol que casi ocultaba el pasaje sentí el golpe en la espalda. ¡Se me
había pegado un muerto!
4.
El porrazo me dolió, pero no me asustó, pues tal como
compartí en una vieja entrada del blog, la energía de los muertos es especial. Me encanta, como la vez que la
Santa Muerte me abrazó o cuando se me subió el muerto mientras dormía. Placer
total. Si la sabes disfrutar equivale a un breve éxtasis, aunque lo siguiente muchos lo definen “espeluznante”.
Sentí cómo la
espalda comenzaba a pesarme, la energía del fantasma
penetró mi espalda y llegó a mi pecho, se aferró a mis hombros, apretó mi
cabeza y mi cuerpo tembló un poco. No dije nada, salí de aquel lugar para retornar
a la calzada y volví a la zona de velatorios.
En la entrada el
primo y las dos mujeres ya no estaban. Marqué el teléfono de mi esposa y avisé
que era hora de irnos. Salió un tipo a fumar, le pedí un cigarrillo, lo
entregó, encendió y me alejé unos pasos (yo no fumo, una señal de lo que el
desencarnado pretendía si le permitía quedarse).
Ella salió
minutos después, la luna brillaba, subimos al auto y al salir del cementerio le
dije que se me había pegado un muerto. Solté una carcajada y me miró extrañada.
Fuimos a cenar y de ahí a casa. Luego, antes de dormir, le dije al
desencarnado:
—Esta es mi
vida. Tú dices… te quedas para ayudarme, te doy luz y evolucionamos juntos o
que cada quien siga su camino — propuse el pacto, pero como respuesta recibí
una risotada.
—Perfecto — sentencié,
hice marcas en mi cuerpo con cascarilla para que me no me molestara mientras
dormía, las molestias por traerlo encima se esfumaron y me acosté. Dormí como
si no tuviera karmas.
5.
Al siguiente
día mi esposa y yo nos levantamos temprano, desayunamos, entré a la ducha y las
incomodidades por el muerto volvieron al lavar la cascarilla con el agua y
jabón.
—¿Dormiste
bien? — preguntó mi esposa en algún momento.
—Como muerto —
ironicé.
—¿Y tú nuevo
inquilino?
—No entendió, hay
gente que es pendeja estando viva y muerta.
—Pareciera que
quieres adoptar un desencarnado — cuestionó y me limité a levantar los hombros.
Evité usar ropa
negra y opté por la mezclilla. Guardé una cascarilla, un par de frascos con
polvos y un clavo de ferrocarril. Volvimos al panteón.
6.
El desfile de
millonarios, políticos e intelectuales para dar el pésame fue la constante
desde temprano, a los cuales rehuí lo más que pude, aunque no pude evitar que
me presentaran a alguno en la cafetería, con su pésimo menú de siempre. Ahí saludé
a algunos de los famosos de siempre y crucé frases diplomáticas con un escritor
(por aquello de su recelo hacia la temática de mis libros), a quien no veía…
desde el último velorio.
Avanzó la
mañana, el medio día se esfumó durante la llamada “misa de cuerpo presente”, de
la cual escapé a los dos minutos de haber empezado, luego de ver la retahíla de
sandeces que pretendían seguir haciendo los dolientes, pensando que con eso rendían
honores al amasijo de huesos y carne rancia que los ignoraba dentro del ataúd.
Luego, la
tarde marcó la hora de la cremación al tiempo que el muerto insistía en
aferrarse a mi espalda. Mientras esperábamos las cenizas llegó la noche.
Comenzó el desarme de las ofrendas, cogí un gran ramo de flores blancas, salí
de nuevo rumbo a las tumbas, pero esta vez no caminé mucho ni me interné
demasiado para lo que pensaba hacer.
—Era por la
buena, pero no lo quisiste. Te vas a la chingada por la mala. Perdiste tu
oportunidad — avisé al desencarnado — ni siquiera pienso llevarte con alguien
para librarme de ti, porque eso sería darte luz y no te la mereces. Aquí te
quedas, cabrón.
Vislumbré la
tumba donde lo dejaría. Tomé una foto. Quedaba a la mano, debajo de un árbol y en
una zona más o menos iluminada. Era de una mujer. Apareció su espectro. Coloqué
una flor en la entrada del pasillo, asintió, me adentré, saqué una cascarilla y
pinté unos signos en su lápida.
—La flor del
muerto (el fallecido por el que estábamos ahí), por el muerto (el ánima que se
me pegó) y para el muerto (la dueña de la tumba) — recé en voz alta, pinté
otros signos, saqué polvos y los esparcí encima, hice más símbolos y de
inmediato sentí como el fantasma se desprendía de mi cuerpo, saqué el clavo de
ferrocarril, hice un trazo en la cabeza y lo activé con un rezo. Lo clavé al
pie del sepulcro, lo hundí por completo con el pie y lo cubrí con otros polvos:
con eso quedó anclado y la trampa oculta. Puse las flores y la desencarnada asintió
de nuevo.
7.
—¿Todo bien? —
preguntó mi esposa apenas salí de la penumbra, quien sin que yo le avisara lo
que haría, me esperaba de pie sobre la calzada.
—Por supuesto.
—En cuanto vi
que cogiste un ramo de flores blancas supuse en qué lo usarías — dijo.
—Ya me conoces.
—Vámonos, los
desencarnados se están alborotando — propuso.
Esa noche
cenamos en casa mientras interpretaba a mi esposa las chorradas que hizo la
gente en la capilla.
8.
Al siguiente
día regresamos para estar presentes en el depósito de las cenizas. Obvio que en
cuanto los dolientes comenzaron frente a los nichos una vez más con idioteces,
me alejé para caminar entre sepulcros y mausoleos para tomar fotografías. No
había riesgo de que se acercara otro espíritu chocarrero. Llevaba una
cascarilla en el bolsillo. Tomé fotos.
Una familia
llegó de última hora, incluyendo a dos niños. Al poco el más pequeño comenzó a
llorar. Le calculé unos cinco años. Un muerto se le había pegado. No era asunto
mío.
9.
Solo una vez
he capturado la imagen de un desencarnado y fue hace años. Es una historia que aún
no escribo. Ya lo haré. Sucedió en un gimnasio y ese sí que era un espíritu
chocarrero.
Claro, tampoco
es que haya buscado a conciencia fantasmas en las imágenes que ando tomando por
todos lados. Así que si el lector encuentra alguno en las fotografías que
acompañan esta entrada, recibirá un premio: ser invitado a mi siguiente
recorrido en un cementerio a la media noche.