1.
Cursaba el cuarto
grado de primaria y aún no hablaba con los muertos, sólo los veía (sin saber que
se trataba de un don), pero una tarde en que salía de la escuela, junto con un
amigo, vi a un vagabundo a media calle, hablando y manoteando, mientras
caminaba en sentido contrario a los autos. Al pasar frente a nosotros, mi
compañero dijo:
- pobre, está
loquito…
- no lo está –
señalé pero sin tener claro mi argumento – la gente de la calle no está chiflada,
lo que pasa es que ellos ven cosas que nosotros no.
Me vio con
incredulidad, pero como todos los niños, al instante dejó de tomarle
importancia a mi comentario… y yo también lo dejé pasar.
2.
¿Por qué se
convierte una persona en vagabundo? se preguntan muchos que definen a los
indigentes como un grupo vulnerable, y
responden que las causas son personales
y/o sociales, y los caracterizan como personas
solas, sin dinero y sin hogar, a quienes hay que atender con programas para
rehabilitarlos y reincorporarlos a la sociedad.
La mendicidad se
considera un fenómeno e incluye una
condición de vida lamentable, pero rara vez se cuestiona el motivo que llevó a
la persona a ese modo de vida, y mucho menos se debate sobre los aspectos
espirituales de su existencia. Un menesteroso vive aislado, puede padecer un
problema mental o adicciones, y su debilidad lo hace ideal para ser acosado por
desencarnados.
3.
A finales de 2019
dos amigas y yo salimos de comer de una fonda, donde por las fiestas decembrinas
nos regalaron bolsas con galletas y caramelos. Ya rumbo a la oficina vi a un
indigente sentado en la orilla de una banqueta, con una bolsa de tela a su lado
conteniendo sus pocos bienes, cabellos despeinados y larga barba completamente
encanecidos, y con sus corroídos zapatos a un lado mientras por alguna razón
“asoleaba” sus pies.
Cogí las golosinas
de mis compañeras y me senté a su lado: se extrañaron por mi actitud, pese a
que saben un poco sobre mis dones, pero se alejaron tras pedirles, con un
ademán, se adelantaran. Ignoré el tufo que despedía aquel cuerpo olvidado. Por minutos
el hombre observó en silencio las bolsas que puse entre sus manos.
Tampoco es que
esperara un “gracias” (no lo hice por eso, ni invadido por el hipócrita sentimiento
de solidaridad que manipula a la humanidad en estas fechas), pero tras
descubrir “qué era”, me quedó claro que el viejo diría algo. Cuando el sol
decembrino comenzaba a calarme en el rostro, comentó sin emitir palabras.
– ya esto cansado
de vivir aquí – y palpó sus brazos y
piernas.
– ¿qué esperabas?
– lo cuestioné – ¿qué al posesionarte de un cuerpo que no es tuyo “volverías a
vivir”?
– ya no como nada
– ignoró mi reclamo – sigo esperando que con eso la muerte llegue, pero mi cuerpo aguanta mucho.
– no es tuyo –
señalé – se lo robaste a un vagabundo sin tomar en cuenta que ese tipo de vida es
destino, no elección.
– ayúdame – pidió
mentalmente – eres Curandero.
– sí, pero
también soy un cabrón y no soy tu dios:
decidiste robar una vida y ahora debes cumplir con la fatalidad que interrumpiste.
– ¿fatalidad?... no
entiendo – dijo.
– yo sí: ya te
chingaste… te jodiste solito – tras lo cual me puse de pie, puse mi mano en su
hombro y me dolió, aunque de manera diferente, cómo nunca lo había sentido, más
no hice caso ya que ese malestar es lo primero que siento cuando toco a un
enfermo. Me alejé.
Mientras caminaba
reflexioné sobre el destino de un Eggun que, buscando sentirse vivo, se
aprovechó de la debilidad de un indigente, “usurpó” su cuerpo para buscar a su familia y pedirles perdón
por los daños causados (sea la razón que fuere); más fue en vano: su esposa e
hijos lo acusaron de estar loco, lo rechazaron… y ahora no puede morir.
4.
Estaba ensimismado
en mis reflexiones, a pocos metros para llegar a mi oficina, que no previne el
impacto de una mujer al chocar contra mí. Volteé para ofrecerle una disculpa y
me encontré con la “Santa muerte” y su belleza única.
Ella, me miró de
reojo, sonrió con siniestra sensualidad y siguió su camino muy en su plan de
perfecta beldad. Yo, por mi parte, suspiré y entré al edificio recordando la
primera y única vez que convivimos.
5.
A los pocos días comencé
la lectura de “El aliento de los ahogados”, de Alice Blanchard (que me acosó a lo largo de meses por varias
librerías: aparecía por todos lados y su horrible portada me hacía
despreciarlo, hasta que me pregunté si ello era motivo suficiente para perderme
de un buen libro y decidí comprarlo), en cuyas páginas cita lo siguiente:
“Había algo perturbadoramente sincero en los
enfermos mentales. Tenían una cierta claridad de la que la mayoría de la gente
carecía, una habilidad para dejar las formalidades y decir exactamente lo que
tenían en mente sin importar que tan perverso o profundo era. Incluso sus
alucinaciones tenían capas y capas de significado y verdad”.
Sé que Blanchard
se refiere a enfermos mentales, pero podría incluirse a los pordioseros (que a
veces son lo mismo, aunque nadie lo entienda), pero me queda claro que no se
adentró en el verdadero origen de la locura, ya que de hacerlo se habría
llevado un buen susto y la trama de “El aliento de los ahogados” sería otra.
6.
Luego me enteré (por
ser vacaciones las noticias corren lento), que la policía había encontrado en
las zonas aledañas a mi oficina, el cuerpo de un indigente muerto por
hipotermia. Entonces entendí por qué me dolió la mano, y reconocí que, una vez
más, la “Santa muerte” me la había jugado.