1.
No suelo ir a velatorios, mucho menos a entierros. Mis amigos y algunos familiares no suelen entenderlo, aunque les he explicado los motivos. Por lo mismo, mis ausencias en esos trances luctuosos han creado fisuras con varios de ellos.
Así,
fuimos al velorio de un tío de mi esposa, presencia que rompió mi acostumbrada
negativa debido al agradecimiento que le tengo a uno de los hijos del difunto.
Para poder ir me protegí antes, aunque regresando a casa tendría que hacerme
algunos despojos más.
Expresamos
nuestro pésame a la familia (vi el espíritu del difunto, parado frente a su
féretro, incrédulo ante lo que estaba presenciando, pero decidí ignorarlo para
no involucrarme en discusiones tratando de explicarle su nueva condición) y
luego entramos en la cafetería, ubicada en un jardín con una bella fuente (¿el
que decidió ponerla ahí sabrá el
significado del ruido del agua para los muertos?), a donde llegaron parientes y
conocidos para saludarnos, como si fuéramos los dolientes.
Hubo
un momento en que me aburrió la procesión de millonarios y políticos
presuntuosos de mi familia política, y avisé a mi esposa de que iría a caminar
entre las criptas para despejarme, aunque en realidad buscaba un déjà vu: el
Panteón Francés (donde estábamos), similar al Panteón Español (lugar en el que
descansan muchos de mis familiares). Ambos me remiten a mi niñez, cuando
correteaba entre tumbas y lápidas, viendo fantasmas, mientras los adultos
lloraban a nuestros antepasados.
2.
Salí del sagrario, atravesé el jardín de la entrada, crucé la calzada y al azar me metí al oscuro pasillo que punteaban dos mausoleos: del lado izquierdo, uno en honor a la familia Dugès, y, enfrente, otro para los Bourdieu. Apenas me introduje, la luz de los faroles desapareció, así que comencé a guiarme por la intensa luminosidad de la luna de octubre al tiempo que el ruido aledaño disminuía, imponiéndose el hermoso y denso silencio que caracteriza a los panteones.
Habituado
al brillo lunar, identifiqué tumbas al ras del suelo, mausoleos, gabinetes,
torres, bulbos, monumentos, arcos, capillas, kioscos, templos, pétreas falsas,
obeliscos y todos los estilos imaginables. Encontré fosas abiertas y, como
cuando era niño, me dieron ganas de acostarme dentro de una, pero, a diferencia
de aquel chico al que no le importaba ensuciarse con tierra, polvo o lodo, de
hacerlo esa noche, tendría que explicar el estado desastroso en que quedaría mi
ropa, por lo que deseché la idea.
Contemplé
los accesorios con los que se adornan los sepulcros: cruces, lápidas, ángeles,
libros, vírgenes, mascotas, cristos y gárgolas con alas y colmillos inmensos
que, a la luz del día, seguro asustarían. Seguí hasta llegar a una plazuela
rodeada de estatuas, con un gran pirul en medio, y me debatía sobre hacia dónde
llevar mis pasos cuando alguien habló a mis espaldas.
Una
voz, esa voz, la típica voz de un desencarnado, el tono con el que hablan, con
debilidad, usando frases cortas, emitiéndolas con lentitud y sin emoción.
—¿Tienes
un cigarro? —dijo.
Mierda,
carajo, chingado.
No
había considerado que meterme entre las criptas podría llevarme a conversar con
un desencarnado; si ya me cansa escuchar las quejas de los vivos, cuantimás oír
los lamentos de los otros... Y para joderla más, era una ella.
—No
fumo —volteé y no vi a nadie, escruté entre las sombras y tardé en localizarla:
estaba sentada en los escalones de un mausoleo, impasible (¿de qué otra manera
podría estar un muerto?). Esperé a que se acercara, mas no se movió—. Además,
como si pudieras hacerlo —dije caminando hacia ella.
—Si tuvieses un cigarrillo, lo haría… Sabes que podemos.
—Fumar hace daño —dije sentándome a su lado mientras agudizaba mi videncia para definir sus facciones.
—No seas irónico —se quejó.
—Soy sincero —aclaré, descubriendo que, para ser una desencarnada, era guapa.
—Podrías pedir uno a los que vinieron contigo —sugirió.
—Si voy a buscarlo, no te garantizo que vuelva —advertí. La seguí observando y me intrigó su expresión incierta.
—Mejor quédate un rato —pidió—; hace tiempo que no converso con nadie.
—¿Y eso? —cuestioné armándome de paciencia ante su lenta forma de hablar—. ¿Acaso no platicas con tus vecinos muertos?
—No puedo moverme. —Señaló hacia una esquina.
Me
levanté, activé la lámpara de mi celular y lo vi: era un durmiente; supuse qué
hacía ahí, pero de todos modos revisé alrededor del sepulcro y lo confirmé tras
encontrar cinco más.
—Por
eso no se acercan. Unos tienen miedo, y a otros les da lo mismo.
—Ustedes no tienen emociones —aclaré—, recuerdan que las tuvieron y aún creen sentirlas.
—Lo que sea. —Me observó y dijo—: ¿Los quitarías?
—Cuéntame qué pasó…
*
Fragmento de mi nuevo libro “Mi vida con los muertos”, disponible en Amazon https://www.amazon.com/-/es/Alfredo-Garc%C3%ADa/dp/B088LB6W45/ref=sr_1_1?__mk_es_US=%C3%85M%C3%85%C5%BD%C3%95%C3%91&keywords=mi+vida+con+los+muertos&qid=1592342722&sr=8-1
No suelo ir a velatorios, mucho menos a entierros. Mis amigos y algunos familiares no suelen entenderlo, aunque les he explicado los motivos. Por lo mismo, mis ausencias en esos trances luctuosos han creado fisuras con varios de ellos.
Salí del sagrario, atravesé el jardín de la entrada, crucé la calzada y al azar me metí al oscuro pasillo que punteaban dos mausoleos: del lado izquierdo, uno en honor a la familia Dugès, y, enfrente, otro para los Bourdieu. Apenas me introduje, la luz de los faroles desapareció, así que comencé a guiarme por la intensa luminosidad de la luna de octubre al tiempo que el ruido aledaño disminuía, imponiéndose el hermoso y denso silencio que caracteriza a los panteones.
—Si tuvieses un cigarrillo, lo haría… Sabes que podemos.
—Fumar hace daño —dije sentándome a su lado mientras agudizaba mi videncia para definir sus facciones.
—No seas irónico —se quejó.
—Soy sincero —aclaré, descubriendo que, para ser una desencarnada, era guapa.
—Podrías pedir uno a los que vinieron contigo —sugirió.
—Si voy a buscarlo, no te garantizo que vuelva —advertí. La seguí observando y me intrigó su expresión incierta.
—Mejor quédate un rato —pidió—; hace tiempo que no converso con nadie.
—¿Y eso? —cuestioné armándome de paciencia ante su lenta forma de hablar—. ¿Acaso no platicas con tus vecinos muertos?
—No puedo moverme. —Señaló hacia una esquina.
—Ustedes no tienen emociones —aclaré—, recuerdan que las tuvieron y aún creen sentirlas.
—Lo que sea. —Me observó y dijo—: ¿Los quitarías?
—Cuéntame qué pasó…
2 comentarios:
Fascinante!
Me he comprado el libro. Es taaaan raro encontrar a alguien que escriba sobre sus experiencias! Vengo saturada de "teóricos" que son muy valientes para sentar cátedra haciendo ensaladas de citas de terceros, pero nunca cuentan nada de sí mismos, porque parece que no tienen vida con eso que estudian, solo teorías. O tal vez es que no quieren exponerse, sino permanecer a resguardo de su apariencia. Y es que no hay nada más revelador de una persona, que sus vivencias y cómo las cuenta. Para bien y para mal.
Muchas gracias y por favor, no dejes de escribir sobre estos temas. Llegué a tu blog buscando en google algún dato "vívido" sobre Olokun, pero no esperaba encontrar un lugar donde se habla tanto de los muertos, algo con lo que lidio a mi manera. (No estoy iniciada por nadie (al menos, nadie de carne y hueso) en nada)
Saludos
hola UrBoreas... gracias por la compra y gracias por pasearte por el blog: como verás se han ido espaciando ciertas temáticas a consecuencia de la falta de solidaridad de la gente.. y así seguiré dejando de escribir ciertos textos: fue mucha la ingratitud, amenazas, intento de robos del blog, acoso sexual y hasta brujerías... saludos...
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