13 de febrero de 2023

La Casa de las Brujas (fragmento del libro Muertero)

 


Nota: La Casa de las Brujas se localiza en la esquina de las calles de Orizaba y Durango, en la colonia Roma. Su fachada recuerda los sombreros de las brujas y sus ventanas parecen ser ojos, de ahí su nombre. Es famosa no solo por los hechos sobrenaturales que ahí suceden, sino porque durante años Bárbara Guerrero, la Curandera conocida como “Pachita”, realizó ahí sus operaciones, motivo por lo que se dice que muchos desencarnados y demonios que quitó siguen atrapados entre sus paredes… pero ahí hay algo más.

 
El viejo intentó pagar mis servicios, pero rechacé el dinero informándole que no suelo cobrar hasta que he terminado, y solo si los resultados son completamente favorables (nunca faltan los inconvenientes, pese a que en principio todo se vea sencillo, lo que implicaría el uso de materiales extra que eleven el precio).
 
Solicité a Candra me entregara la mochila que había guardado en su cajuela, mas, al dármela, se acercó y me dijo al oído un «cuídate mucho» tan sincero que me provocó escalofrío, no solo por su carga de sensualidad, sino porque vi detrás de ella tres desencarnados pequeños producto de sendos abortos; les sonreí discretamente.
 
Acordé con Arturo que los policías aparecieran diez minutos después que yo, para no llamar la atención, me despedí y encaminé mis pasos hacia el jardín enlistando mentalmente el material que había llevado y repasando el procedimiento con la intención de tenerlo claro y organizarlo antes de las seis de la tarde, la hora del crepúsculo, el momento en que los muertos se debaten entre la permanencia y la posteridad entre los vivos.
 
Avanzando hacia el parque, una extraña incomodidad me invadió, misma que se incrementó al pasar ante La Casa de las Brujas, provocándome una leve sacudida espiritual: el indiscutible llamado a tocar la puerta, mas seguí con la expectativa de encontrar al fantasma para darle luz.
 
Entré al parque y lo descubrí concurrido, ya fueran chiquillos jugando, personas de la tercera edad acomodadas en las bancas y leyendo tranquilamente en el agradable clima otoñal, ciclistas sudando toxinas y pervertidos dejando que sus perros llenaran de mierda las áreas verdes.
 
Esa situación atrajo mi curiosidad: ¿acaso el jardín no estaba desierto por las apariciones del niño?, dudé, mas la presencia de tanta gente se la achaqué a la hora y dejé las interrogantes en segundo plano.
 
Levanté la vista y disfruté el intenso verde del follaje de los árboles y los arbustos, aspiré la frescura del ambiente, exhalé por completo el aire que contenían mis pulmones por lo que vendría, escogí el rincón más solitario, comencé a pintar una agitena sobre el suelo y en dirección al lugar donde el pequeño murió, la remarqué con pólvora y me senté en una banca con un habano encendido en espera de que, tan pronto saliera, acercaría su braza para encender la firma con la certeza de que, ante cualquier queja, los policías intervendrían a mi favor.
 
No tuve que esperar mucho tiempo: Jorgito surgió pasadas las 6, en el momento en que el parque comenzaba a quedarse vacío. Mas sucedió algo extraño: lejos de que el niño comenzara a recorrerlo con la típica actitud de los muertos de no saber qué hacen ahí, se encaminó directamente hacia donde estaba sentado y se detuvo ante mí.
 
Si bien ello podría parecer un chantaje, su mirada no imploraba piedad, sino ayuda, y esa actitud no era normal en mi relación con los muertos.
 
El niño echó un vistazo hacia donde fue embestido, usé la videncia y entonces entendí todo: si bien el atropello había sucedido, quien manejaba el auto que lo mató era Arturo, su abuelo, el mismo que pudo escapar sin ser visto gracias a la intensa lluvia que él justificó como la causante del accidente.
 
Regresé mi mirada hacia el desencarnado, asentí, cambié un par de trazos a la agitena, agregué más pólvora, el pequeño afirmó con un leve movimiento de cabeza y, al acercar la braza del puro, bajó los párpados para ocultar sus ojos carentes de vida.
 
Saltó el fogonazo y aproveché la intensa nube de humo azul para tomar mi mochila y encaminarme a La Casa de las Brujas, luego de que mi cinismo al momento de enfrentar a muertos y vivos se impusiera.
 
Me coloqué a la entrada del legendario edificio, con su irritante mezcla de color verde militar y rosa apiñonado, seguí fumando el habano, lanzando el humo hacia la puerta a manera de soborno para que mis amigas me abrieran, lo cual sucedió a los pocos minutos.
 
Eché un vistazo y vi al par de ancianas vestidas de riguroso color negro, jalé varias veces humo del puro y lo arrojé de nuevo sobre ellas, pero sin mirarlas: necesitaría de varios minutos en su compañía para poder hacerlo sin que me cimbrara la nada de la muerte que reflejaban sus ojos. Lo recibieron, me ofrecieron esa mueca desgajada que solo los desencarnados saben dar y se hicieron a un lado para dejarme entrar.
 
Esperé en la estancia a que cerraran la puerta, pasaron frente a mí, como siempre, una al lado de la otra, las seguí y, tras varios pasos sobre el desgastado mosaico negro, café y blanco, llegamos al patio central, desde donde, al levantar la vista, se pueden contar los pisos que componen el inmenso edificio.
 
Me detuve por unos segundos ante la fuente (desde siempre, su diseño me ha parecido grotesco), bordeada eternamente con sus decrépitas palmeras, recordando cómo diez años atrás acudí a ellas solicitando su ayuda a sugerencia del espíritu del curandero Felipe.
 
La poca luz de la tarde desaparecía sin tregua, lo que daba al ya de por sí silencioso edificio un aspecto lúgubre, como si el tiempo nunca hubiese transcurrido. Sabía que el remodelado del lugar era permanente y sus habitaciones estaban rentadas a manera de departamentos. Sentí frío, comprendiendo con ello que en ese momento desfilaba ante mis sentidos el pasado, y, al igual que la primera vez que estuve ahí, el tiempo se había detenido.
 
Las desencarnadas tomaron hacia la derecha, y subimos un par de bloques de escaleras de cemento, la única parte externa del edificio que sigue a la espera de ser sustituida por mosaico. Caminamos por uno de los pasillos, circundado por esas paredes que son pintadas de blanco una y otra vez, mientras a nuestro paso salieron algunos de los entes que la legendaria curandera Pachita quitaba a sus fieles cuando ocasionalmente atendía ahí (engendros a los que nunca dio camino), pero nos ignoraron y seguimos avanzando hasta llegar a la puerta, la misma en la que, desde el otro lado, sellamos nuestro primer pacto.
 
Entramos.
 
Encendí el interruptor, y una débil bombilla iluminó la habitación, la cual seguía sin muebles, conservando la misma alacena desvencijada empotrada en uno de los muros, igual que hacía una década, pero con mayor cantidad de polvo acumulado; por instantes, me pareció más amplia. Dado que su piso era de madera, crujía ante mis pasos, mas no con los de ellas, quienes se acomodaron hasta el fondo y se limitaron a observarme. Busqué un plato (estoy seguro de que era el mismo que usé la vez pasada), saqué el frasco con pólvora, vertí sobre él un copito y me planté frente a las dos hermanas.
 
Intercambiamos miradas y enseguida informé el trabajo que había realizado minutos antes con Jorgito, a lo que respondieron asintiendo con la cabeza, haciendo patente que conocían la fatídica historia, aunque, de inmediato, percibí en los ojos de ambas la neutralidad de las muertas sabias, lo que significaba que sabían qué hacía yo ante ellas.
 
De cualquier modo, expuse la infamia de Arturo, no por haber provocado un accidente ni tratar de engañar al mundo espiritual contratándome con mentiras para darle camino a un desencarnado, sino por el cinismo de haber ocultado a su otra hija, desde hacía más de un año, que el niño que atropelló era su nieto. Les precisé que la pólvora era un regalo.
 
Asintieron de nuevo, así que acerqué la braza del habano, el fogonazo saltó y el cuarto se llenó de un repugnante olor. Abrí la ventana, con un poco de dificultad, dado el abandono al que estaba sometida, para que el aire circulara y evitar la náusea (sigo sin acostumbrarme a ese tufo); repetí la operación ocho veces: nueve en total.
 
Al concluir, les di el nombre completo de Arturo y pedí que hicieran lo necesario para que Candra no me buscara (incluso solicité le encontraran un novio guapo y con dinero): no quería malentendidos con ella, como ya me había sucedido con algunas pacientes que malinterpretaron mi compromiso y eficiencia para realizar mi trabajo espiritual con supuestas intenciones románticas. Dejé el puro sobre un cenicero, como una atención más hacia ellas, cerré la ventana, hice una reverencia, apagué la luz y salí.
 
Bajando las escaleras y sin venir a cuento, recordé la frase del escritor Robert Greene: «Los hombres son más prestos a devolver un agravio que un favor, porque la gratitud es una carga, y la venganza, un placer», aunque sus palabras no venían al caso, ya que las damas de negro no llevarían a cabo una venganza, sino un acto de justicia.
 
Por si esa dialéctica condición no fuera suficiente, al estar muertas podrían tomar la decisión que se les antojara para llevarla a cabo sin tener que preocuparse por las consecuencias, pues su existencia estaba más allá de cualquier «ley divina»: nunca serán señaladas, juzgadas ni sentenciadas de la misma manera en que se hace con los vivos.
  

5 de febrero de 2023

La sal y el cordero

 


“El detective, la sal y el cordero”, es una novela de Jorge Luis Sánchez (nació en la en Habana y fue policía investigando incendios y explosiones), la cual mezcla novela negra con obsesivo sexo (llevado a la perversión), de una manera en la que la trama negra pasa a tercer plano (ni siquiera queda en el segundo), lo que la convierte en un libro lleno de erotismo burdo.
 
Premiado por la Unión Nacional de Escritores de Cuba, Jorge envilece un buen argumento que se cae cuando su protagonista, un policía alcohólico y divorciado que navega por la Habana sin tener claro su destino, busca a un asesino serial de mujeres y al mismo tiempo se descubre gay tras conocer a un matrimonio que le lleva a una serie de excesos que incluye un beso con un hombre que le despierta una irrefrenable homosexualidad (¿?), misma que no sabe cómo canalizar, y que ante su miedo, genera una crisis cuya solución no es otra que suicidarse de manera que el provocador (autor del beso) quede como su asesino.
 
Creo que no era necesaria tanta sordidez (para eso están las fantasías del escritor mexicano Eloy Urroz sobre los conflictos de salir del clóset), y por ello el libro se convierte en una confusa ensalada que no lleva a ningún lado y hace objeto del mundo gay isleño de innecesaria burla.
 
Por si no fuera suficiente, la novela impide saborear a la Cuba actual: no hay alusión al comunismo, ni al gobierno, ni al embargo económico yanki ni modismos locales, y, por el contrario, presenta una policía habanera dotada de la más alta tecnología y lo más patético: la trama se desarrolla entre círculos sociales pudientes, lo que hace sospechar que el libro es más un anacrónico panfleto turístico sexual que un ejercicio literario crítico.
 
Jorge Luis nos restriega personajes planos, plagados de zonas comunes, un ritmo narrativo con altas y bajas, diálogos más que simples y un confuso desenlace en el que deja a la policía cubana como unos pendejos, cuando sabemos que son todo lo contrario.
 
“El detective, la sal y el cordero” es un desperdicio de dinero que por momentos se convierte en una lectura irritante y por además fallida al no conseguir escandalizar por su temática, en caso de que haya sido la intención del autor, así que si lo ven, una recomendación: no lo compren ni se dejen engañar por la falsa publicidad que la anuncia como “una impactante novela que no podrás dejar de leer”.

Lo peor, para Jorge Luis Sánchez, es que tras la muerte de Fidel Castro a la humanidad dejó de interesarle el tema de la homosexualidad en Cuba, pues al "poder" dejó de interesarle y censurarla, y por el contrario, quien se indigne porque México o Cuba se han convertido en las capitales del mundo gay del planeta, entonces no está entendiendo nada. 
 
Un asco de libro que solo pretende denigrar la naturaleza humana.