21 de febrero de 2021

Invocando entre las muertas

 


Isabelle Fortier se ahorcó un 24 de septiembre de 2009, a los 36 años, en su apartamento de Plateau-Mont-Royal: una glamorosa y elegante zona localizada en Montreal.
 
Bajo el seudónimo de Nelly Arcan escribió cinco libros (dos de ellos se publicaron póstumamente), en uno de los cuales había un personaje llamado Cynthia, que no era otra más que su hermana fallecida en 1972, un año antes de que ella naciera, la cual, según sus padres, habría de ser la única hija de la familia.
 
Nelly Arcan fue el alter ego que usó Isabelle para narrar su experiencia como prostituta, una profesión que ejerció con el objeto de pagarse sus estudios de literatura en la Universidad de Quebec, pero fue a través de Cynthia que describió a la perfección su estado de ánimo al definirla como “una escort de lujo de veinte años que vive en Montreal”.
 
Sobre Cynthia, ese entrañable personaje desarrollado en su primera novela titulada “Putain”, Nelly explicó: “Cada vez que los clientes me llaman por su nombre es a ella, a mi hermana, a quien invocan de entre las muertas”.
 
Nelly Arcan, Putain, 216 págs., Editions Seuil, 2001


10 de febrero de 2021

Extrañas llamadas

1.
El último viernes de un mes que resultó bastante atribulado, mi esposa y yo conversábamos en la recámara al medio día cuando entró una llamada a mi celular: no suelo atender números desconocidos, pero algo me dijo que lo hiciera.
 
– diga – contesté secamente dando a entender que si pretendían venderme algo habían cometido un error.
– ¿puedo hablar con el señor Alfredo? – dudó.
– su servidor – respondí manteniendo el tono neutro – ¿en qué puedo servirle?
– habla la mamá de Samira – dijo y de inmediato sentí una punzada en el estómago. Mi esposa y yo cruzamos miradas, y abrí la bocina para que ella escuchara lo que ya estaba seguro sería una mala noticia.
– disculpe si lo interrumpo en algo… sé que no nos conocemos, pero Samira me habló mucho de usted… y… llamo para decirle que se ha ido, ya no estará más con nosotros.
 
Mi esposa abrió los ojos, soltó un “qué horror”, salió de la recámara y bajó a la sala. Cerré el altavoz, me dispuse a recibir el detalle de tan mala noticia y los siguientes 40 minutos fueron de una difícil conversación con una desconocida, que pese a tener una larga amistad con su hija, nunca me dijo el nombre de su progenitora.
 
2.
Aquella plática (más allá de la advertencia de que a partir de ese día Samira se convertiría en una ausencia), era una llamada que dado el trabajo espiritual que realizo, mismo que me ha enfrentado a casos inverosímiles, no debía desconcertarme, pero tras el detalle de las causas del deceso, algunas anécdotas de sus viajes (que desconocía, salvo las que citó de su paseo por las calles de Paris que ella misma me compartió), así como las rutinas y los ahora espacios vacíos en su casa y con los que su madre no podía lidiar, surgieron un par de referencias que consiguieron conmoverme.
 
Los resumiré en dos temas: el primero, relacionado con pormenores de mi relación con ella y de la cual su madre estaba perfectamente enterada, particularidades que dejaron entrever que entre ambas fui objeto de profundas y extensas conversaciones.
 
Mientras escuchaba estos detalles entendí la forma en la que Samira me miraba (con respeto y cierta admiración, como algunas mujeres ven en un amigo a una figura paterna), durante las largas charlas que solíamos tener, sobre todo al medio día, dado que siempre he comido en mi escritorio, costumbre que con el tiempo ella imitó.
 
El segundo aspecto tiene que ver con el repetitivo agradecimiento que me hizo su madre no solo por mi amistad con su hija, sino también por los consejos que le di durante años (aunque no me imagino una conversación entre ambas, donde Samira pudiera reflejar el cinismo con el que solía darle mi opinión, cuando la pedía, sobre temas un tanto fuera de lo común).
 
3.
Cuando la mujer explicó el motivo del fallecimiento, consecuencia de una operación que originalmente era mero trámite, recordé que desde siempre había lidiado con problemas de salud de los que nunca quería entrar en detalles, discreción que siempre le respeté (y al igual que nunca le pregunté sobre su árbol genealógico, sí que investigué que el origen de su nombre era árabe y que significaba “la que cuenta historias en las noches”).
 
El detalle que me impresionó, por llamarlo de alguna manera, fue cuando citó me algunos títulos de libros que le recomendé a su hija, varios de los cuales llegué a ver en sus manos. La llamada terminó con la promesa de invitarme a una misa en honor de Samira, obviamente en cuanto el COVID lo permitiera.
 
4.
Seguro el lector se preguntará por qué llamar a esta entrada “Extrañas llamadas”, si se supone que estoy acostumbrado a enfrentar situaciones disparatadas, y precisamente ese es el detalle: venir a enterarme que yo era más importante en la vida de una persona de lo que pensaba, rompe con cualquier esquema relacionado con mi ya raquítico vínculo con la humanidad.
 
Ese mismo día por la noche LL me habló por teléfono y durante la conversación surgió el tema del fallecimiento de Samira (tristemente reconoció que no se acordaba de ella), así como las reflexiones acerca de mi desconcierto.
 
– creo que debo ponerle más atención a mi relación con ciertas personas de mi entorno – reconocí en algún momento.
– sí, como a mí – dijo, exigente y vanidosa como es, más de inmediato se arrepintió y señaló que lo había dicho bromeando.
 
Una hora después, mientras cenábamos, entró un mensaje a mi celular: era nuevamente la mamá donde reiteraba su agradecimiento por mis palabras de consuelo y reconocía, una vez más, los consejos y ratos de plática que a lo largo de estos años di a su hija.
 
Se lo mostré a mi mujer y exclamó: “son palabras muy hermosas las que te ha escrito, bellísimas”. Sí, tuve que reconocer, lo borré, vi por última vez la foto del avatar de Samira y la eliminé de mis contactos (luego también de mi agenda del teléfono), opté por cambiar de tema y al poco rato subimos a dormir.
 
Al día siguiente me desperté temprano, bajé a la sala, encendí mi laptop y decidí escribir este texto. Ahora solo me falta decidir si le doy luz a su alma, porque ya hasta de esos asuntos me he desentendido.
 
5.
Semanas después en mi teléfono reapareció el contacto de Samira con su fotografía teniendo de fondo la torre Eiffel, lo que me hizo recordar que en algún momento confesó que conocer París era lo mejor que le había sucedido en su vida.
 
6.
Sigo sin decidir si le doy luz a su alma.

2 de febrero de 2021

Travesuras con Yemaya y Olokun


para las amistades que ante una taza de café
ya me escucharon contar esta anécdota
 
En algún itá poseo un trío de amenazas relacionadas con el agua: se me prohíbe meterme al mar porque Yemayá me va “a llevar”, tengo vetado cruzar ríos porque Olokun también quiere hacerse de mis huesos y debo evitar las lagunas y pantanos si no quiero enfrentarme a los demonios que ahí habitan.
 
No me queda claro por qué Yemayá me quiere llevar… bueno, para qué me engaño: conozco sus razones (mismas que, curioso, no terminan de convencerme, aunque ¿quién soy yo para cuestionarlas?).
 
Las que no entiendo son las de Olokun, pues los ríos no son de su propiedad, salvo que alguna corriente de parte de Oshún sea la encargada de llevarme al océano y de ahí él/ella me jale, gustoso/a, hasta el fondo.
 
Y la de las lagunas… esas son más que obvias. Como sea: suelo ser prudente con esas y más amenazas de otros itases, peligros que, curioso, también me han dado ratos de buena diversión.
 
En una ocasión mi esposa y yo fuimos a una playa del océano pacífico; un lugar bastante agradable ya que era una pequeña bahía bordeada por acantilados que le daba un aire de privacidad.
 
Los primeros días fueron de levantarse temprano o acostarse tarde por hacer ebboses en la costa, alejados de las miradas indiscretas, en donde mis entradas al mar debían ser breves, evitando la profundidad y buscando no me jugara una trastada el fuerte oleaje que se provocaba apenas y metía un pie al agua, pues podría revolcarme y llevarme sin misericordia. Claro, apenas y salía la marea se relajaba.
 
Había más: la simple estancia en la playa, con o sin entradas al agua, me generaban impresionante cansancio que paliaba con zambullidas en las albercas del hotel por las tardes, antes de encaminarnos al restaurant a saciar el hambre con una nutrida oferta de pescados y mariscos. Finalmente, tras entrar al mar para ofrendar sendos frascos de melado a Yemayá y a Olokun, fue que el cansancio menguó.
 
Una madrugada zarpamos mar adentro en una lancha previamente contratada y con la intención de confirmar qué tan cierto era que dejando ofrendas, junto con mucha paciencia, se puede escuchar al insaciable Olokun cantar si es que le agradaron, lo cual efectivamente sucedió: mientras el lanchero dormía ajeno a nuestras planes, y tras esperar una hora luego de entregar las dádivas, la/lo escuchamos canturrear de una forma tan maravillosa que solo esa temida deidad Orisha podría hacerlo. Yo, siendo incansable consumidor de música de los más variados y extraños estilos, jamás había oído algo parecido.
 
Conforme se acercaba el fin del período vacacional iniciamos la segunda parte de eboses que teníamos planeados, sobre todo los relacionados con el secreto de Olokun, lo que implicaba pasar largas horas en la playa haciendo búsquedas (http://basurerodealmas.blogspot.com/2017/10/el-secreto-para-reforzar-olokun.html).
 
En una de las largas caminatas, haciendo pausas para escarbar en la arena, vi la playa desde una perspectiva diferente cuando al pararme donde fuera la marea entraba con fuerza, aún y cuando solo estuviera sobre la orilla y a varios metros de distancia del agua. Fue cuando decidí hacer algunas travesuras.
 
La primera, en una incipiente tarde fue pararme enfrente de aquellas personas que estuvieran durmiendo, recostadas en una toalla y relativamente cerca del agua: ni que decir que en cuanto me acercaba el mar se alborotaba, entraba con fuerza, me hacía a un lado y quienes recibían las olas eran “los bellos durmientes”, quienes no sólo despertaban asustados, sino que un par vio cómo sus objetos personales eran tragados, sin misericordia, por el océano.
 
La otra, más divertida, fue un día después y consistió en ponerme frente a impresionantes castillos de arena construidos entre padres e hijos durante horas, algunos incluso con canales o fosos que me quedaba claro no conseguirían detener la fuerza de mis perseguidoras olas: resultó divertido ver como las fortalezas se desmoronaban en segundos.
 
Tras hacerlo por tercera vez ese medio día decidí adelantar la búsqueda de reforzamientos para Olokun y me alejé del bullicio y los bañistas, dirigiéndome hacia el extremo derecho de la bahía, buscando alcanzar a las “dos aguas”: la conexión de un río (Oshún) que descarga en el mar (Yemayá).
 
En cuanto llegué al cruce me detuve a contemplar el firmamento y a disfrutar del silencio, por lo que dejé de poner atención a la obsesión de la marea por embestirme, siendo la primera ola en alcanzarme una que arrojó una piedra que me golpeó con fuerza en el pie derecho.
 
Ni que decir que me dolió, más lejos de considerarlo una llamada de atención de Yemayá, y pese al inmediato enrojecimiento de la piel, lo que me atrajo fue el tamaño (como el de una naranja), su forma, pero sobre todo que fuera de color azul: así o más claro el mensaje.
 
Cargué con la piedra en mi maleta y días después regresamos a la ciudad. Luego, la coloqué en el pilón de la Orisha del mar, aunque en algún momento me pasó por la cabeza meterla en su sopera, pero no quise alterar el número de otás, siete, que la representan.
 
Meses después, a sugerencia de mi esposa, sabedora de los secretos de los cuarzos, rocas y demás por sus iniciaciones en Wicca, me sugirió ponerla en agua para “refrescarla”, cosa que hice y sin pensarlo mucho la metí en un balde demasiado grande para su tamaño. La olvidé ahí algunos días hasta que un fuerte “aroma a costa” atrajo mi atención hacia el cuarto de religión: entré y descubrí que el olor provenía de la cubeta donde sumergí la piedra.
 
Si bien consideré aquello una exageración, la probé y su sabor era efectivamente a agua de mar, así que aproveché y me di un baño para limpiarme de energías negativas, no sin antes agregar un poco de cascarilla y agua florida.
 
Durante meses la usamos en distintos ebboses, propios o para terceros (no era un proceso de purificación de sedimentos de la piedra: era una verdadera “fábrica” de agua de mar), hasta que un día se me ocurrió llevármela a mi trabajo y colocarla sobre mi CPU para que absorbiera la mala energía de mis odiosos compañeros
 
Ahí estuvo por años hasta que un sábado, a finales del mes de marzo de 2019, un “misterioso chispazo”, iniciado en el piso 9 (yo estaba asignado al 10), provocó que el edificio donde trabajo se quemara y arrasara con expedientes que estaban a punto de ser sometidos a una auditoría… y lo peor: entre el ir y venir de varios compañeros tratando de rescatar mobiliario, archivos, objetos personales, publicaciones e información de las computadoras, alguno se encargó de que mi piedra desapareciera.